Retomo este artículo que había escrito en febrero de 2016 (ver blog externo). La razón de esta retoma es simple: en este momento, junio de 2020, venimos de varios meses de encierro y de muchos más meses de bombardeo de información que nos muestra cómo nos podemos contagiar, cómo nos podemos enfermar y cómo nos podemos morir.
Tristemente los organismos que nos deberían dar luz y/o aquellos que pueden "gobernarnos" no nos hablan sobre cómo podemos prevenir o cómo podemos fortalecernos. Se está más centrado en estructurar el Miedo que en ofrecer claridad. Datos amañados, censura, leyes y multas son normales en estos días. Lamentable.
Comparto entonces esta información aclarándote que nuestro organismo no está preparado (ni mental ni biológicamente) para permanecer en un continuo estado de alerta, pero la vida moderna común nos exige una actividad incesante que nos llega a enfermar. Por supuesto ni hablar, por ejemplo, de la supuesta obligación de desinfectar los billetes a la que han llegado en algunas comunidades en estos momentos.
Los seres humanos del siglo XXI somos trabajadores, parejas y cuidadores con problemas continuos que tardan semanas en solucionarse. Incluso situaciones como las de este "ataque viral" puede persistir durante años. Así, todas las reacciones elegidas adaptativamente para afrontar peligros fugaces se acaban convirtiendo en tóxicas cuando la sensación de alarma no finaliza en unos minutos y más cuando seguimos dándole vueltas al mismo tema. Te doy estos pequeños ejemplos sin tocar el concepto de "pandemia":
La tensión muscular necesaria para luchar físicamente con un enemigo se convierte en contracturas y dolores de espalda si mantenemos la rigidez durante meses. (El enemigo puede ser un jefe que percibamos como muy severo).
La interrupción momentánea de la digestión, una función innecesaria en un momento de alerta, se convierte en un problema cuando el estado de alarma se repite cien veces al día. (Esto es claro cuando detenemos nuestro desayuno, almuerzo o cena, para revisar los mensajes de nuestro móvil).
La recarga de pilas que nos permitiría enfrentarnos a un peligro se convierte en ansiedad –exceso de energía latente– al no usarla, porque los riesgos en el mundo moderno no se combaten a golpes. (Siento que mi superior me va a juzgar, me preparo, pero eso no pasa nunca)
Esta es la razón por la que, cada vez más, surgen investigaciones que nos hablan de problemas psicofisiológicos (la función del cuerpo Mental unido al Cuerpo Físico) relacionados con el estrés. Son conflictos biológicos reales, como hipertensión, cefaleas, problemas gástricos, problemas musculares y disminución de la función renal o respiratoria, que se relacionan con este sobresfuerzo continuo que nos demanda la vida actual.
La doctora Esther M. Sternberg, profesora de la Universidad de Arizona, es un ejemplo de científicos que ahondan en esta relación. En libros como The Balance Within: The Science Connecting Health and Emotions (El equilibrio por dentro: la ciencia que conecta salud y emociones), se recopilan experimentos que muestran la influencia de los sistemas neurológico y endocrino –los más relacionados con el estrés– sobre el sistema inmunológico.
El sistema inmunológico es un mecanismo de vigilancia que defiende al organismo del ataque de virus, bacterias y otras sustancias extrañas. Sus soldados –caso de linfocitos y macrófagos– persiguen, cazan, aíslan y destruyen aquello que nos puede perjudicar.
Pero la actividad de estos agentes depende de su general: el sistema inmunológico. Él intercambia información con el corazón -red neuronal del pericardio-, el cerebro –sistema neurológico– y con las partes del organismo que secretan hormonas –sistema endocrino–. En situaciones de alerta, desviamos la energía a los músculos y al cerebro y movilizamos el cuerpo para la acción. Y eso nos hace restar combustible al sistema de combate de las enfermedades, lo que nos hace más vulnerables.
Sternberg recopila en sus, libros estudios que muestran que el sistema inmune reduce su eficacia en el momento en que los astronautas reingresan en la atmósfera, se deprime al día siguiente de una discusión de pareja y se ralentiza (se vuelve lento) en las épocas de exámenes (o pruebas académicas) hasta el punto en que los estudiantes tardan más en curar sus heridas en esos momentos.
Su conclusión: “En realidad, el estrés no nos enferma, pero limita el funcionamiento inmunológico, y eso hace que estemos más indefensos ante invasores extraños”.
La conclusión mía: Hazte fuerte. Observa tu alimentación y tu estudio. Repara con Atención aquello que escuchas, lees y compartes. Levanta tu energía y evitarás complicaciones y síntomas de "enfermedades" que sólo son rentables para otros.
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